Un niño pudo volar primero y lo primero que quiso fue buscar a una chica,
su chica,
la que siempre le habló a pesar que él nunca pudo responder.
Le dio la mano, esperó que ella terminara su manzana,
y saltaron al vacío.
Pero subieron,
sobre los pabellones de su colegio, frente a los salones,
fue pasando cada balcón batiendo sus pies al aire del patio de recreo,
ganó tanta altura que la misma ciudad mintió en forma y color,
y todos los demás fuimos hormigas para ellos.
Nació un sentimiento esplendido en sus almas frescas,
aquella dimensión del paisaje fue para ella levitando
la caricia de ser tan admirada que te llevan nuevas experiencias.
Y rozaron el edificio más alto, oteando a través de las lunas,
la vida sombreada en decenas de rutinas de trabajo.
En la amplitud vieron los límites de la ciudad al mar y la chacra,
verde azul y sintieron miedo de no poder detenerse.
Entonces, regresaron tras su vuelo, sonrientes y estrechados de la mano.
Cuando se posaron sobre el patio de recreo, él la miró, ella respondió.
Habían flashes y reporteros, toda la televisión abarrotaba el aterrizaje,
la soltó y se fue inevitable, él era ave en un mundo de caminantes.
El miedo, aquella frontera verde azul, sería su hogar.
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