El Mosca y Yoni sentados, y en el camino...
El reloj se detuvo en un par de nudillos blancos, tensados por hacer un puño para sujetarse, quizá en una imaginaria succión, presionando el respaldar del asiento de una couster. Al forro plastificado de ese asiento, se le formaban pequeñas cordilleras, tan delgadas como el grosor de una oreja, y no, no servían para transportar ondas de sonido, en realidad parecían sufrir un golpe detenido en el tiempo que no quería despegarse ni del arrojo que llevo al puño a chocar, ni la furia que obligó a los dedos a replegarse sobre sí, guardándose del mundo como un avestruz niega el exterior con la cabeza enterrada.
Según la cosmología de los Agrapunjiw, los huesos del nudillo son el puente al alma, y cada polígono de dermis que se realza al tensarse los músculos del puño, es un pedazo del trayecto que deberías recorrer desde el exterior hasta lo más interior a ti: la esencia de ser quien quiera que seas.
Hay una exacta dimensión en un puño doblado, en la palma las líneas de la mente y el corazón se aprisionan, quieren penetrarse en una copulación, para que en ese estrujón sean por primera vez: mente corazón, o corazón mente. ¿Que haría la vida si ambas no existieran distintas?, se preguntan los Agrapunjiw. Y un nudillo responde airoso pretendiendo acercar cada vez más esos estados, al menos en la mano, al menos en un símbolo de carne.
Un puño está ahí, bajo la noche de un viaje en la ciudad, demostrando los curiosos puentes entre el silencio de los pliegues y la bulla de la ciudad pasando. Así, las cosas más viejas descansan en el presente.
La hora del lonchecito suena fuerte.
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