Ella estaba de blanco, sus pies pequeños y el cabello negro sin amarrar eran los extremos que la contenían. Aunque parecía inquieta mientras se apoyaba en el respaldar del asiento, por dentro solo había la calma que puede ser propia del agua oscurecida por la noche en una recóndita sabana. Sin agitación o briznas estaba pensando en huir de todo el ritmo veloz de sus deberes y los rugidos diarios que le exigían ser la mejor, o incluso, más útil económicamente. Toda esa maraña de inconsecuencias en sus 30 eran un combustible ardiendo para su equilibrio real.
No estaba mas que pensando en la forma de mandar a la mierda lo conocido y lo debido y alejarse a un lugar tan remoto que podría, si se lo proponía, actuar con el grado de pudor de bailar sin ropa en una noche calurosa a la luz de una fogata. Sabía el lugar, o al menos lo dibujaba de una forma particular. Quería refugiarse en el continente africano, en una aldea que aunque todavía no sabía su nombre quedaba en el seno de Namibia y era capaz por lo extravagante, cruel y ajeno, de reconstruirla.
¿Quien en este país ha soñado en huir a Namibia?
Creo que nadie, se respondió con una media sonrisa entre los labios. Solo eso era suficiente para legitimar su deseo. En lugar de ciudades espirituales, guías y gente trascendente como artistas que le daban la espalda a la sociedad; es posible que encontrara gente pobre, grupos armados y violencia o enfermedades terribles.
De blanco, quería huir a África, para salvarse a sí misma en medio de la inhóspita negrura de ese paraje. Quizá si sobrevivía, y le daba por regresar sería tan indómita que por fin poseería la fuerza de resistir a esta psicótica ciudad y sus habitantes desubicados.
Namibia se decía, debo ir a Namibia.
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