En la fiesta de su mamá, aquella por su premio,
aquel, su único hijo, educado y bien peinado miraba las alturas
que sonreían degustando queso con aceitunas.
En esta sala, rodeado por adultos
su rostro sin moral era una madera tallada en la oscuridad.
Y paseaba sus ojos siguiendo los pálidos dedos flacos de su mamá,
con perfume olor maracuyá.
Ese olor lo atraía a cogerla del vestido sobre las rodillas,
-¡Qué grande qué lindo qué inteligente!-
decían los adultos de corazón ancho como sus trajes negros,
todo recuerdo se hizo entonces un cumplido.
Y uno se hizo particular.
Un amigo de su mamá entusiasmado, orgulloso por su amiga,
lo llama y le extiende un billete de diez.
-Tu propina, chiquillo.-
Una hora después su madre cruza la sala.
Grave la voz hasta el suelo le dice al amigo:
Nadie le ha dado dinero a mi hijo salvo yo,
Que terror, no importa tu buena intención,
qué pasaría si un desconocido
cuando nadie lo vea,
le da unos billetes, lo meta al baño, y allí,
allí se cacha a mi hijo.
¿Qué pasaría?
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