En las procesiones huele bastante a incienso. Porque se trata de llegar a las nubes del paraíso, para deleite de la corte celestial y alegría de los favores terrestres.
Se impone una ayuda en las reglas de la realidad, para superar cosas que pueden ser muy duras. Surge entonces El Señor de los Milagros.
Esta imagen tiene una química muy especial.
Pintada sobre una pared en el siglo XVII, se mantuvo unida firme atenta luego de un terremoto devastador. Lo que sucede tras un desastre así es mucho dolor, lo saben quienes asistieron a la desolación al sur de la capital el año pasado.
Y esta unión contra la fuerza devastadora significa una respuesta. Tal vez como esperanza, o como el deseo de un poder que emana por encima de la naturaleza. Una pared erguida entre destrucción. Esa es la leyenda, pero si se la llama así es para asegurar que uno es escéptico para historias de magia o remotísima casualidad. Y a pesar de la desconfianza sucede; contra todo lo que uno puede pensar, se mueve.
Este retrato de la crucifixión tiene hoy dos vínculos, el color morado y el mes de octubre. La fe que lleva a una nación marca aquellos ritos con los que celebra. Si se tiñe de ese color debe ser por la forma como se espera vernos desde arriba. La fecha quizá es porque se han juntado los suficientes días anuales para evaluar, corregir y sobre todo, aquí cabe el poder, anhelar.
Rendidos ante la devoción de una posibilidad. O sobrepasar algo tan duro que duele a imposible. Si vas y crees, no mueves montañas si no que consigues lo que necesitas. Porque los sueños pueden levantarse tan imponentes como una cordillera: fríos e imprevistos. Sé que se puede tener una resistencia enorme, pero la fuerza y el poder de un sueño es mucho mayor.
De ese sueño se llega a una calle y procesión de devotos. Y aquel evento que anuda la realidad con lo imposible, lleva un nombre que tiene de místico: Milagro. Como mil, millón. Las estadísticas juegan en contra o a favor ante su aparición.
Imagino que eso será lo que mueve las enormes procesiones y la fuerza de su valor. He visto ancianas sentir la emoción a lágrimas frente al andamio y debe haber algo muy fuerte ahí que las llena. Es un amor tan marcado que seguro no entiendo. Es el poder de un milagro. Y soy un observador, ignoro si me han tocado, porque no sé cómo son o cómo se sienten. A pesar de esto tengo un sentido que me susurra que están afuera y contra todo lo que puedo pensar sucederán. Me queda observar esa extraña conjunción de esperanza, amor, humor, robo y turrón. Porque la fe no menoscaba nuestra humanidad. Pero esto es parte del escenario no la atracción principal. El principal actor es un sueño imposible, y la trama son los devotos y una pared pintada con una crucifixión. Dentro del caos cabe todo: La fe, Dios, una pared y un señor que lleva uno de los nombres más bonitos que pueden existir: Los Milagros. ¿Por qué? Pues describe imposible pero pasó, y eso es lo que uno consigue al vivir.
Se impone una ayuda en las reglas de la realidad, para superar cosas que pueden ser muy duras. Surge entonces El Señor de los Milagros.
Esta imagen tiene una química muy especial.
Pintada sobre una pared en el siglo XVII, se mantuvo unida firme atenta luego de un terremoto devastador. Lo que sucede tras un desastre así es mucho dolor, lo saben quienes asistieron a la desolación al sur de la capital el año pasado.
Y esta unión contra la fuerza devastadora significa una respuesta. Tal vez como esperanza, o como el deseo de un poder que emana por encima de la naturaleza. Una pared erguida entre destrucción. Esa es la leyenda, pero si se la llama así es para asegurar que uno es escéptico para historias de magia o remotísima casualidad. Y a pesar de la desconfianza sucede; contra todo lo que uno puede pensar, se mueve.
Este retrato de la crucifixión tiene hoy dos vínculos, el color morado y el mes de octubre. La fe que lleva a una nación marca aquellos ritos con los que celebra. Si se tiñe de ese color debe ser por la forma como se espera vernos desde arriba. La fecha quizá es porque se han juntado los suficientes días anuales para evaluar, corregir y sobre todo, aquí cabe el poder, anhelar.
Rendidos ante la devoción de una posibilidad. O sobrepasar algo tan duro que duele a imposible. Si vas y crees, no mueves montañas si no que consigues lo que necesitas. Porque los sueños pueden levantarse tan imponentes como una cordillera: fríos e imprevistos. Sé que se puede tener una resistencia enorme, pero la fuerza y el poder de un sueño es mucho mayor.
De ese sueño se llega a una calle y procesión de devotos. Y aquel evento que anuda la realidad con lo imposible, lleva un nombre que tiene de místico: Milagro. Como mil, millón. Las estadísticas juegan en contra o a favor ante su aparición.
Imagino que eso será lo que mueve las enormes procesiones y la fuerza de su valor. He visto ancianas sentir la emoción a lágrimas frente al andamio y debe haber algo muy fuerte ahí que las llena. Es un amor tan marcado que seguro no entiendo. Es el poder de un milagro. Y soy un observador, ignoro si me han tocado, porque no sé cómo son o cómo se sienten. A pesar de esto tengo un sentido que me susurra que están afuera y contra todo lo que puedo pensar sucederán. Me queda observar esa extraña conjunción de esperanza, amor, humor, robo y turrón. Porque la fe no menoscaba nuestra humanidad. Pero esto es parte del escenario no la atracción principal. El principal actor es un sueño imposible, y la trama son los devotos y una pared pintada con una crucifixión. Dentro del caos cabe todo: La fe, Dios, una pared y un señor que lleva uno de los nombres más bonitos que pueden existir: Los Milagros. ¿Por qué? Pues describe imposible pero pasó, y eso es lo que uno consigue al vivir.
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